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domingo, 24 de mayo de 2009

CAPERUCITA NEGRA

No me gustaba este trabajo, pero hay que ganarse la vida y a mi siempre se me habia dado bien seguir rastros, soy pequeño y listo, estoy bien dotado para ello.

Todo comenzó el día que los Grimm, mis autores, me llamaron a su casa y con aire de misterio me hicieron pasar al despacho donde escribían y allí me explicaron lo que querían de mi: Tenía que seguir a un personaje de un tal Charles Perrault, un franchute estirado, cuyo alias era Caperucita Roja, querían basar en ella un cuento infantil y claro necesitaban referencias. Al despedirme me dieron una carpetita con sus datos y un pequeño dibujo a plumilla de su cara. Ya en la puerta me dijeron dándome una palmadita en la espalda – esperamos resultados, Pulgarcito – y cerraron la puerta en cuanto atravesé el umbral.

Todo fue rodado, en un par de días, llegue en carreta al pequeño pueblo en el lindero del bosque. Simule ser un tratante de ganado de camino a una feria de la ciudad que se celebraría en unos días. Eran buena gente y no me miraban raro por mi tamaño, aunque tuve que hacerme con una sonora fusta para ganarme el respeto de más de un gato que me confundía con su almuerzo.

Revolotee alrededor de la casa de Caperucita, la seguí al colegio donde no era alumna sino la maestra, espié sus entradas y salidas, hice lo posible por escuchar sus conversaciones con vecinos y amigos. La única conclusión que saqué, es que ya no era ninguna niña, monsieur Perrault debió escribir su historia hace ya tiempo, pero al margen de eso nada de nada. Las sospechas de los Hermanos Grimm parecían injustificadas, pero los alemanes no suelen entrar en ningún sitio, sin saber como van a salir.

Decidí quedarme un día más por asegurarme y en ese día, vinieron las sorpresas. Fue en domingo cuando la vi salir de su casa llevando una larga capa roja con capucha anudada al cuello, ningún otro día se la había visto. Llevaba en la mano una cesta cubierta con un paño a cuadros y correteaba cantando, por el camino del norte, el que llevaba al bosque. En ese momento pasó a mi lado silbando un labriego, le saludé y le pregunté – quien es esa joven que va tan alegre camino del bosque – el me contesto mientras la miraba de forma extraña – es Caperucita, todos los domingos visita a su abuela que se retiró a vivir en una cabaña en lo profundo del bosque, y le lleva un tarrito de miel un queso y un pastel.

La seguí al bosque y para ello tuve que correr y mucho, ya que mis cortas piernas no me permitían igualar la velocidad de su trote. Se desvió del camino principal a otro más pequeño y de este a otro y otro. En nada de tiempo estuvimos en lo más remoto y oscuro del bosque. Allí, las diez de la mañana parecían la medianoche más oscura, ni los animales hacían ruido, solo oía los pasos de la muchacha y su canción tarareada hacia que todo pareciese el extraño ambiente de un sueño.

De pronto su canción cesó y vi entre las ramas bajas y los arbustos como se paraba a hablar con alguien. Ambos charlaban entre susurros junto a un inmenso árbol hueco del tamaño de una casa que tenía en su tronco un acceso con forma de puerta cubierto por una cortina, curiosamente también roja. Por la copa reseca del árbol salía un difuso humo. Dentro del tronco había un rumor que no llegaba a identificar. Decidí subir a la copa de tapadillo y desde allí observar el interior, lo que fuese, iba a ocurrir allí dentro y yo quería asiento de primera fila.

Por la parte contraria a la puerta, escalé el inmenso tronco, oía desde allí a Caperucita hablar con alguien de voz ronca que parecía querer convencerla de algo, justo cuando llegaba a la copa, sobre el agujero que daba al interior la oí decir – de acuerdo, lo haré -.

Miré al interior, estaba muy oscuro, ahora identifiqué el rumor, eran conversaciones de varias personas, que no llegaba a ver a pesar de que en el centro del hueco ardía un pequeño fuego.

De repente todo se precipitó, alguien encendió cuatro antorchas y las sujetó a las paredes iluminando todo el interior, se hizo el silencio y vi en un costado un montón de hombres sentados en el suelo que miraban en silencio a Caperucita que permanecía quieta, en el centro, con la capucha puesta. Junto a ella, un tipo con la cara picuda y llena de pelo, la miró con ojos centelleantes y de no se donde, sacó un violín y algo encorvado comenzó a tocar una melodía muy sensual. Caperucita comenzó a bailar lentamente, de una forma tan seductora, que el fuego se detuvo por miedo a perderse el tornear de ese cuerpo. La música fue acelerando su ritmo nota a nota y también la danzarina lo hizo, mientras el extraño público jaleaba y tocaba las palmas siguiendo el ritmo.

De repente el violinista ceso de tocar y ella quedó de nuevo en el centro, jadeante frente al de nuevo silencioso e inmóvil público. Sin más en un solo movimiento soltó su capa roja y la dejó caer, se oyó un profundo murmullo y yo mismo quedé sorprendido y al poco me caigo cuando vi aquel hermoso cuerpo desnudo y los ojos casi se me salen de las orbitas al ver el tatuaje que llevaba sobre su pubis lampiño, la negra cabeza de un lobo.

En ese momento di por concluida mi investigación, baje del árbol y desandé el camino de vuelta al pueblo, escuchando cada vez más lejos a mi espalda la melodía hipnótica del violín, que ponía la salsa a aquella ceremonia pagana.

Cuando salí al claro que separa, partido por el camino, el bosque del pueblo me paré; respiré profundo y me senté en una gran piedra blanca. No sabia que hacer.

Al cabo de un par de horas surgió del bosque Caperucita, llevaba de nuevo su cancioncilla en la boca y al verme allí sentado se detuvo en seco y se quedó callada mirándome, al cabo de un largo minuto se acercó despacio y se sentó a mi lado, en el suelo, por un momento me sentí incómodo al recordar su desnudez bajo la capa. Tras un rato de silencio me dijo – Las historias hermosas no son eternas, tú tampoco eres ya el Pulgarcito del cuento, si lo fueras no estarías aquí, haciendo lo que haces -. No supe que decir.

Ágilmente volvió a levantarse, sacó de la cestita un pequeño trozo de pastel sobre una gran hoja de parra, me lo entregó y siguió su camino hacia el pueblo cantando suavemente, como se le canta a un niño para hacerle reír.

Jamás he mentido tanto como mentí en el informe que les pasé a los Grimm.

El resto de la historia ya la conocéis.

2 comentarios:

Bo Peep dijo...

Si es que está claro que no se puede crecer... Se cambia hasta de color. ;)

L.C. dijo...

Me gusta muchísimo como lo has contado.