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domingo, 18 de enero de 2009

La magia y el brillo de las válvulas.

Creo que todos tenemos momentos en nuestra existencia que nos marcan, hechos a los que podríamos adjudicar el mérito de crear un punto de inflexión en la ruta de nuestra vida y a partir de los cuales nuestro camino es otro, muy distinto del que siempre habíamos pensado que seguiríamos.

Uno de esos quiebros en mi vida, se debió en cierta manera a un objeto que habitaba de forma permanente la cocina de mi madre, un aparato que de niño me resultaba fascinante, a pesar de que todo el mundo lo veia como algo ordinario.

Este objeto era una vieja radio de válvulas, de esas con una caja de madera barnizada, un dial en forma de regla con una aguja roja, una rejilla metálica forrada de tela y dos ruedas de algo parecido al nácar blanco, una para controlar el volumen y otra para sintonizar las emisoras, de onda media por supuesto, por que cuando se la montaron, la frecuencia modulada y el estereo eran “cosas de ricos” de los que en el pueblo manchego en que nació, creció y vivió mi madre sus años mozos, nadie había oído hablar.

Antes dije “se la montaron” por que se la encargó a alguien que entendía del tema – en este caso fue un vecino, pastor de oficio, que se aficionó a la electrónica en el Servicio Militar – que compró por correo un kit de montaje con las piezas y la ensambló. Esta era una opción económica para conseguir esa pequeña ventana al mundo, que en aquellos años era un aparato como este.

Me fascinaba como fascina un espejo a un indio salvaje, como fascina el mar a un tuareg. Era para el crio que yo era entonces, algo misterioso, lleno de unas lucecitas capaces de traer noticias e historias hasta mi casa, novelas habladas con las que lloraba mi madre cada tarde – pobre Lucecita – mientras yo me preguntaba que diabólica o divina fórmula hacia que ese aparato funcionase.

Pues bien, un día, para mi desgracia, cuando estaba husmeando en la biblioteca pública, encontré perdido entre los libros de electrónica, uno que describía detalladamente el montaje de una radio como la de mi madre y que además explicaba de una forma tan sencilla su funcionamiento, el cómo la señal entraba y cada componente la iba conformando para llegar a ser la onda que estimulaba el altavoz, para hacer vibrar su membrana y generar como unas cuerdas vocales ortopédicas, una voz reproducción exacta de la del locutor que estaba a muchos kilómetros de allí. Tan sencillo lo explicaba, que lo comprendí, y al comprenderlo aquella radio dejó de ser un objeto lleno de magia y comencé a ver lo que veían todos, un electrodoméstico sin más, una tubería que transporta agua, un molinillo que muele café.

Ese día descubrí, que la verdad y el conocimiento, en ocasiones, matan la poca magia que aún queda en nuestra vida y pensando en ello sentí por primera vez la profunda tristeza de estar perdiendo mi niñez.

1 comentario:

Ventana indiscreta dijo...

Aún en mi casa del pueblo está una radio como la que tú has hecho referencia. Me la has recordado toda llena de luces, entrando por ella la onda corta de lejanos lugares. Aun siendo licenciada en Física, que no lo soy, no perdería para mí un ápice de encanto. Es más, con los días aumenta. Hoy las radios son mínimas y menos estéticas.

Ah, y Harvey Keitel es uno de mis actores preferidos. Una suya imprescindible, 'La mirada de Ulises.
Besos.